Me alegro de la notoriedad que adquiere ahora La Graciosa, como si los canarios acabáramos de descubrirla y la tuviéramos en cuenta, a riesgo de pecar de godos de nosotros mismos. Cuidado con no c…, con no estropearla. La rehabilitación política de La Graciosa, con su DNI oficial de isla en el nuevo Estatuto de Autonomía, no es una cuestión menor. La octava isla -cuyo numeral usurpaba Venezuela- asume -no sé si lo sabe- un desafío determinante. Algo de contrasentido hay en esta nueva nomenclatura, pues resulta evidente que isla es y su pertenencia a nuestro archipiélago está fuera de toda duda. Lo que ha ocurrido con La Graciosa, acaso subestimada por el paternalismo de las islas hacia sus islotes, es que la hemos tenido guardada entre algodones, con aureola de paraíso, de sitio místico y secreto, y ahora la vamos a empadronar en la Fitur, y tendremos acaso en breve los hoteles con los que soñaba Fraga en tiempos de ministro de Información y Turismo. Se acabó el convento y se abrieron las puertas al maremágnum. Otra cosa es que hagamos las cosas bien con La Graciosa y pongamos coto a las tentaciones, pues a partir de ahora se desatarán las pasiones de los comerciales del turisqueo. No hay sino que mirar para Lobos, donde ya es tal la presión humana que el Cabildo de Fuerteventura ha puesto coto para que no accedan al islote más de 200 turistas diarios a partir de este mes. El arquitecto Fernando Menis escudriñó La Graciosa en sus limitados márgenes de edén anexo a la turbamulta turística del resto de Canarias, y abogó por un tratamiento prudente que evite perturbar el último ecosistema virgen de un territorio poblado en nuestra tierra. Ya están desatados los nervios y todo el mundo quiere contentar a La Graciosa haciéndole el peor favor, poniéndola en almoneda sin querer. Serán ocho peñas, en lugar de siete, cambiaremos el himno y se hará justicia. Pero ojo que no se haga, de paso, negocio con la fama del único paraíso de verdad que nos quedaba. A La Graciosa iba Olarte y empezaron a ir los políticos en romería. Recuerdo que hasta allí fui a buscar a Rosa Conde cuando era portavoz del Gobierno. Y en otra ocasión caminé por Caleta de Sebo simplemente por placer, como Ignacio Aldecoa, que hace cincuenta años, escribió Parte de una historia, una novela del gran cuentista inspirada y desarrollada íntegramente en La Graciosa, que era el santo grial de los amantes del silencio. Una novela que habla de aislamientos y pescadores y niños que pulpeaban con máscaras de buceo, mientras “por las sucias haldas del agua” se confundían gallinas y pájaros de la mar “en sociedad apacible”. La elegante narración fue un hallazgo en la literatura española del siglo XX, y el autor, Ignacio Aldecoa, que también nos retrató a los canarios al ritmo de nuestra lejana soledad en Cuaderno de Godo, se había recluido en La Graciosa para curarse la depresión cosmopolita de Madrid -aunque a la vuelta de un par de años la muerte ya le aguardaba con tan solo 44 años-. Esa introversión, que es intrínseca a toda isla y que hemos ido perdiendo, ya solo nos resta atenuada en El Hierro y La Gomera y nos quedaba -cada vez menos intacta- en La Graciosa, que ahora se la juega.
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