Hemos acabado todos en la casa de Asterión, al que acusaban de soberbia, tal vez de misantropía y de locura. “Algún atardecer he pisado la calle,” admite el personaje de Borges, que retorna siempre antes de la noche al hogar por temor a que la plebe lo reconozca. Juega en los corredores a creerse perseguido por el minotauro, se deja caer por las azoteas, enloquece y finge recibir a su doble, le muestra la casa, que se multiplica en estancias infinitas. La casa es del tamaño del mundo. “Mejor dicho es el mundo”, sentencia.
Hemos asistido, en pleno siglo de los mayores avances tecnológicos, a la disputa de hacernos con una simple mascarilla, a fabricarlas artesanalmente, a cubrirnos la cara con pedazos de papel. Somos el resultado de una metamorfosis en el túnel del tiempo hasta convertirnos en gentes de un viejo tiempo menesteroso que había desaparecido de nuestra memoria. Somos, o mejor, hemos vuelto a ser de una época antigua, cuando había que arreglárselas con lo poco que había y tirar hacia delante. “De niño, éramos así, austeros y todo escaseaba”, escucho al cliente que ayer compraba el pan delante de mí, con gesto triste y resignado.
El reloj. Toda esta vuelta atrás, en mitad del nuevo cambio de hora la pasada madrugada, me trajo el recuerdo de un reloj singular. Un grupo de científicos americanos concibió la idea de crear una revista divulgativa sobre los peligros del fin del mundo, el reloj del Apocalipsis. Cada equis tiempo, alejaban o acercaban las manecillas respecto de la medianoche, el momento del temido desenlace . The Bulletin of Atomic Scientists (El Boletín de Científicos Atómicos) comenzó poniendo el foco del anti-big bang en los peligros concernientes a la energía nuclear y todo armamento de destrucción masiva. Cuando apareció por primera vez como representación premonitoria en la portada de la revista, en 1947, el reloj situó la distancia del cataclismo, según la posición de la aguja, en 7 minutos. Ha sido curiosa la historia de este reloj al abrigo de la evolución de los grandes acontecimientos de la humanidad. A comienzos de los 90, pasamos a estar a 17 minutos, con la firma de los tratados de reducción de armamento entre Estados Unidos y la URSS, pero en 1953 estuvimos ya a dos minutos de la medianoche a raíz de las pruebas nucleares de ambas potencias. El minutero se acercó a tres minutos en 2015 y tres años después confluyeron nuevas amenazas que lo aproximaron a la hora fatídica, a tan solo dos minutos del juicio final: de nuevo, los riesgos nucleares, la bombas biológicas y el cambio climático.
Pero fue el otro día, a comienzos de este año bisiesto 2020, que el reloj del fin del mundo sufrió un nuevo ajuste y nos quedamos a tan solo cien segundos de la medianoche innombrable. El fin del mundo, según los científicos del tiempo, estaba más cerca que nunca. Lo habíamos olvidado, pero esto ocurrió hace solo unas semanas. Recuerdo cuando dimos la noticia anecdóticamente en la contraportada de DIARIO DE AVISOS del diagnóstico de los sabios, que cuentan entre ellos con trece premios Nobel. La tormenta perfecta, le leí decir entonces al periodista científico de El País Javier Salas. Este año nos confundió a todos con sus galas de dígitos simétricos y su donosura. Pero los científicos repararon en los riesgos objetivos, y, en buena lógica, el comité del Reloj del Juicio Final rodó veinte segundos las manecillas, “más cerca del apocalipsis que nunca”. El mensaje a líderes y habitantes del planeta no podía ser otro: el riesgo era máximo. La doble hélice del cambio climático y el peligro nuclear se había multiplicado, con el agravante de que los puentes de la comunicación entre los máximos dirigentes simulaban estar rotos. En mitad de la guerra comercial y de aranceles y otras desavenencias, no estábamos ante el mejor pórtico de la paz mundial y el consenso de las potencias. Pero hasta ese momento todas las especulaciones se referían a la carrera armamentística, al hacha desenterrada entre Estados Unidos e Irán por su programa nuclear y los constantes misiles de Corea del Norte. Rusia no entraba en razones cada vez que se cruzaba en el camino de los yanquis. Y la niña Greta Thunberg alimentaba la idea de un deterioro climático irreversible. Estábamos prevenidos de que la elevación del mar amenazaba nuestras playas y costas, y no se nos ocultaba la alarma, pues el centro de Izaña es uno de los principales detectores de las emisiones de dióxido de carbono del mundo. Tengo muy presente aquel artículo de Salas sobre el día en que el reloj apocalíptico señaló su peor hora para la humanidad, a cien segundos de su exterminio. Ese día eran estos de principios de 2020. Y no dejó de parecernos un simpático flirteo con la ciencia ficción, simbolizado en las manecillas de un reloj admonitorio. A su juicio, el momento más feliz y distendido de la humanidad había sido en 1991, cuando George Bush padre y Mijail Gorbachov rubricaron el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas y el desarme atómico parecía al alcance de la mano tras la Guerra Fría. El reloj puso el fin del mundo a 17 minutos de la medianoche. Gorbachov había propiciado la caída del muro de Berlín y firmó ese acuerdo de la distensión plenamente convencido del paso que daba. Como he recordado alguna vez, le pregunté un año más tarde si era consciente de que sus actos habían cambiado la historia y respondió escuetamente: “Sí”. El mundo llevaba una deriva que parecía de ensueño. Creímos que el futuro sería mejor que nunca antes jamás. El reloj celebró otros instantes afables de los máximos dirigentes, pero incluso fue benévolo cuando estuvo tan cerca una conflagración mundial como en 1962, durante la crisis de los misiles cubanos. El reloj señalaba, paradójicamente, siete minutos confortables de distancia de la medianoche apocalíptica. Fidel, entonces, bramó contra el acuerdo de Kennedy y Kruschov para retirar las armas soviéticas de la isla caribeña, y en La Habana tuve el privilegio de poder preguntarle en 1998 por aquellas circunstancias decisivas: “Kennedy fue magnánimo, no acabó con nosotros por aire, nos habría borrado del mapa”, me sorprendió agradecido del enemigo al cabo de 36 años. Pese a todos aquellos peligros para la paz, el reloj de los científicos no halló tantos riesgos como hace unas semanas en que pronosticó que estábamos a cien segundos del final. Y ahora que estamos en el vórtice de la profecía, no podemos sino preguntarnos de qué tamaño será su escalofriante acierto. No lo podemos saber aún. Ni lo queremos saber. Porque no consentiremos que suceda.
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