Beatriz tiene la habilidad de dejarme con la boca abierta. Delante de ella me resulta difícil articular palabras. Una vez más, acudo nervioso a la cita. Mis dientes chirrían. Como de costumbre, me tumbo y consigue relajarme. La anestesia hace maravillas. Esta joven y simpática odontóloga es una experta en practicar endodoncias.
-[Llamo al portero automático: primero derecha del número 59 de Ramón y Cajal] ¡Rrrrrruuuummmm!
“¿Sí?”
-Hola, tengo una cita.
“¡Miiiiiiiiiiiiiiiiii!”
-[Subo las escaleras y me recibe Zoraida, auxiliar de odontología] ¡Buenos días!
“¡Qué tal! Siéntate, que enseguida te atiende la doctora”.
-No hay prisa.
[Beatriz, diez minutos después en el gabinete] “¿Cómo estás, Domingo?”
-Temblando.
“¡Tranquilo!”
-¿Es complicado hacer una endodoncia?
“Según cómo esté la pieza”.
-[Leo el consentimiento informado. La lista de efectos secundarios es terrorífica] ¿Alguien ha salido corriendo?
“Jamás. Nunca en la vida”.
-Yo he estado a punto…
[Risas] “¡No, hombre! Eso depende de las manos que tengas y de cómo trates a la gente. Lo que sí ha pasado muchas veces es que se me ponen a llorar. Sobre todo, llegan personas con ansiedad. Luego pierden el miedo y las siguientes visitas son menos traumáticas. Suelen ser los pacientes a los que más cariño les cojo”.
-¿Todo esto me puede pasar?
[Sonríe] “La endodoncia es un trabajo muy meticuloso, pero sin demasiadas complicaciones. Nuestro porcentaje de éxito es bastante bueno. En los dos años y medio que llevo aquí no ha fracasado ninguna. ¡Toco madera!
-¿Dónde hay madera?
[Risas] “Por aquí”.
-Ahora mismo no es que me fíe de las estadísticas…
“De momento voy mejorando el porcentaje que da la Sociedad Española de Endodoncia, que es del 95%. Yo estoy en el 100%”.
-¡Hasta hoy!
“Jajajaja… No te negaré que este tratamiento es un poquito pesado, porque vas a estar mucho tiempo con la boca abierta y te voy a matar… el nervio. Es un hilito, un pelo. La gente se asombra de que algo tan chiquito cause tantísimo dolor”.
-Soy un manojo de nervios…
“Consumes energía. Eso está bien. Así, las cargas de adrenalina te ayudan a mantener despierto el corazón. Bueno, Domingo, te castigo sin hablar un rato.Te pongo el dique”.
-¡Espera! ¿Le has cerrado la boca a algún paciente para que se callara?
[Zoraida se ríe de fondo] “Hay técnicas… En general, me gusta hablar con los pacientes. Me encanta. Soy como una psicóloga”.
-Vendré a menudo…
[Suena insistentemente la sirena de una ambulancia] “Vienen a por ti”.
-[Me aferro al sillón] ¿Qué es lo más extraño que has presenciado?
“¡Uy, extraño!”
-O divertido…
“Reconozco que me divierto mucho con mi trabajo…”
-Yo también…
“Es un oficio muy bonito. Y, si uno encuentra pacientes con predisposición a hablar, es un trabajo muy entretenido. Raros, muchísimos…”
-Como yo, ¿no?
[Risas] “¡Qué va! Tú sonríes mucho y, al final, la sonrisa nerviosa es muy divertida. Me acuerdo de que, en Málaga, una chica que se había divorciado echaba en falta a alguien que la escuchara, que le prestara atención, y acudía a mí. Un día se empeñó en que le mirara un bulto en el pecho. Se quitó la camisa y el sujetador en medio de la consulta… Son innumerables las anécdotas”.
-¿Te ha mordido algún paciente?
“¡Uf! Muchos”.
-¿Adrede?
“No, sin querer. Y es normal. Cuando uno mete la mano en la boca de alguien se arriesga a que lo muerdan. Mi hermana, que tiene seis años más que yo, me dijo cuando terminé la carrera que no sería dentista de verdad hasta que me vomitaran”.
-Sospecho que así fue…
“Me vomitaron al segundo mes. Un niño de tres años”.
-¡La criatura! ¿Zoraida se ha visto en la tesitura de aguantarle la cabeza a alguien?
“¡Je, je!”
-¿A qué se debe tanta desconfianza?
“Dicen que el ginecólogo, el dentista y el oftalmólogo son los sanitarios que inspiran más miedo. Afortunadamente, las técnicas han evolucionado. Además, al paciente se le hace más partícipe de su tratamiento”.
Beatriz Aparicio Merchán, odontóloga