En política, las apariencias enseñan que no todo es como parece. Recién salido del horno el proyecto de los Presupuestos Generales del Estado para 2018, Pedro Sánchez hizo migas la alegría de Mariano Rajoy y el precio de la harina subió. El presidente del Gobierno mojó el éxito de las negociaciones en la salsa agria de la sentencia del caso Gürtel, que castiga al PP a una multa de 245.000 euros como partícipe a título lucrativo por su implicación en los tramos iniciales de la trama. La Audencia Nacional condenó al cabecilla, Francisco Correa, a 51 años y 11 meses de presidio; al extesorero Luis Bárcenas, a 33 años y 4 meses; a su esposa, Rosalía Iglesias, a 15 años y 1 mes. Antes, el exministro y expresidente de la Generalitat valenciana Eduardo Zaplana fue detenido por blanqueo de capitales. Una juez lo mandó a dormir a la cárcel para que contara el dinero que ocultaba debajo del colchón. Con la excusa de la “indignación” y la “alarma social” que despierta la corrupción -estos casos concretos, de muchos años atrás-, el secretario general del PSOE tuvo un sueño: intentar de nuevo -tras la embestida de la investidura- habitar el palacio de la Moncloa por la vía de una moción de censura que virtualmente era contra Albert Rivera. En eso de exprimir la naranja estaba de acuerdo con Rajoy, que en la víspera había reconocido que se entendía mejor “en algunas cosas” con Sánchez, el “líder de la oposición”. En Las mañanas de Cope, elogió la “absoluta lealtad” del dirigente socialista, “sin hacer declaraciones extemporáneas ni fuera del tiesto”, en la cuestión catalana. “Propaganda la hace cualquiera”, refunfuñó en alusión al de Ciudadanos. “Yo estoy muy satisfecho. A mí me gustaría llegar a entendimientos en otras materias que son de Estado, como pensiones, pacto nacional sobre el agua o en educación. Habría que aprovechar para resolver varios asuntos que importan al conjunto de los españoles y para mucho tiempo”. Pronto, súbitamente, la simpatía se tranformó en apatía. Rajoy acusó a Sánchez de comprometer la estabilidad de España y de arrimarse a quien sea -Carles Puigdemont, Quim Torra o Bildu-, adentrarse en el lado oscuro, con tal de visualisarse. Al no ser diputado, ideó una estratagema, una arriesgada estrategia, para ganar cuota de pantalla. Apostó en una ruleta confusa, confiado en que, con el artículo 155 añun vigente, los separatistas no le iban a apoyar -al PNV tampoco le conviene- y dejar así en evidencia a Cs, que reclama la aplicación del 135 (disolución de las Cortes). “Podemos, primero, y ahora Ciudadanos han sostenido a Rajoy”, diría. Esto proclamó el 5 de marzo de 2018 en una rueda de prensa: “Yo no voy a ser presidente del Gobierno a cualquier precio, para mí ante todo está el país por delante. Y nosotros haremos una propuesta de Gobierno seria, rigurosa, solvente, para que los ciudadanos, cuando llegue el momento de las urnas, confíen en el PSOE y en mi persona para dirigir el país. Atajos no valen”. En el partido se muerden las uñas: si la jugada resulta como quiere que la opinión pública crea que desea en vez de que sea lo que realmente piensa, el coste del desgaste sería un desastre.
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Un orador impulsivo se atraganta con una hache intercalada
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