Tengo la impresión de que los cajeros automáticos desconfían de mí. Es preocupante: cada vez que voy a sacar dinero me piden la tarjeta. Confieso mi torpeza. Pero lo que más me cuesta no es entrar o salir, sino soportar la angustia de quedarme encerrado con las ventosidades de quien se ha ido antes. ¡Qué desaire!
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