Ya lo decía hace casi 2.000 años el converso de Saulo de Tarso, tiempo después de caerse de su caballo camino de Damasco: “Radix omnium malorum avaritia”. En cristiano -nunca mejor dicho- es algo así como la avaricia es la raíz de todos los males. Pero hasta llegar ahí, qué bien se lo pasan los codiciosos… El lobo de Wall Street, la vuelta a la gran pantalla de ese otro gran mago de la dirección nacido en la Gran Manzana y que lleva por nombre Martin Scorsese, se resume en una sola pero reveladora palabra: exceso. Sí, exceso, exceso per ser, por la historia que narra -inspirada en el bróker Jordan Belfort, quien escribió dos libros sobre su tumultuosa experiencia vital al frente de la agencia bursátil Stratton Oakmont-, exceso incluso en la manera de reflejarlo en el celuloide, y exceso por lo que dura, tal vez el único talón de Aquiles de este desmesurado -en su acepción más positiva- filme. El auge y caída a los infiernos del corredor de bolsa Jordan Belfort deviene en un gran subidón de principio a fin, en el que Scorsese nos ha querido llevar en volandas, haciéndonos partícipes de esa adictiva -y escasa para la gran mayoría- droga llamada dinero, que todo lo puede. Sin embargo, ese frenético y obsesivo viaje a la búsqueda del maldito parné, aderezado con drogas, sexo, caprichos, ostentación y divertimento sin límites, se antoja a la postre largo y en ocasiones repetitivo. El realizador neoyorquino se pasa tres pueblos de la estación de tren elegida, porque para lo que cuenta -y lo cuenta muy bien que conste, como casi siempre- no hacía falta consumir tres horas de metraje. El lobo de Wall Street no entra en moralinas de cajón. No hace falta. El capitalismo atroz que destila en primera persona y que regurgita a borbotones resulta suficientemente palmario, aunque en el epílogo, y a modo de guiño, se remarca ese poder magnético que ejerce el dinero a pesar de las marciales consecuencias que suele provocar su mal uso. Y todo de la mano de un actor plenamente consolidado: Leonardo DiCaprio, que trabaja por quinta vez con Scorsese, y quien hace casi entrañable a ese personaje amoral y desmedido que es Jordan Belfort, en una actuación magistral que huele a Óscar.
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